martes, 25 de junio de 2013

HÉCTOR LAVOE: Un Sonero en busca de Autor


Por: José Alejandro Moreno Guevara

Tal vez sea una cara pretensión, pero es éste el anhelo: realizar un homenaje creativo a uno de los íconos del imaginario popular del Caribe: Héctor Lavoe. Se trata tan sólo de elaborar un ejercicio de creación literaria, hurgar en uno de los mitos de la cultura popular de América Latina. Un recorrido por algunos de los episodios de la vertiginosa carrera de Héctor como cantante de salsa (muy probablemente el más representativo del género), su entrega incondicional en el escenario y su profundo amor por la música, su personalidad irreverente e infantil y su profundo apego por las raíces boricuas, vale decir por sus raíces jíbaras (los jíbaros son los campesinos de Puerto Rico).

En definitiva Héctor Lavoe es uno de los artistas más carismáticos y talentosos del imaginario popular caribeño. Un estilo que va de la pendencia a la candidez, de la genialidad a la sordidez, del desarraigo a la convicción, del arrebato a la autodestrucción. Un cantante nacido para surcar la tarima con su enorme talento. Un cantante que ensimismado en su profundo dolor, provee, con el trueno inerme que conjura tormentas en su garganta, los gozos más fructíferos. Su bautizo de fuego en New York, en el pontificio recinto de la rumba y el bochinche. Un compendio de imágenes donde se re-invente la liturgia escénica de uno de los estetas más exquisitos y prolíficos de eso que se conoce con la acomodaticia y genérica denominación de: salsa.

Un compendio de imágenes en donde la voz de Héctor irrumpa con el estrépito de los abismos.


Héctor Lavoe, el súper astro boricua.

¿Acaso era necesario abocetar aunque fuese torpemente, la enjundia pétrea y bufonesca del maestro Héctor Lavoe trepado en la tarima? ¿acaso encuadrar en tomas de Kodak el vértigo irrefrenable de un “daimon” boricua secretando música y canto? Una idea surgida de una militancia casi genética: la caribeñidad. Una afinidad idolátrica con el color de saoco de la voz de Héctor, una voz que cada vez se va pareciendo más a una fábula, una voz sostenida en el “vibrato” de las miserias y la celebración del Caribe.

El culto a Héctor Lavoe comienza: por la tropelía y el desenfado de la fiestecita del sábado, por el ritual guataquero de sacarnos el melao a fuerza de tumba y bongó; pero también comienza por la exultación que provoca la mamita Carmen Victoria, Eglee, Sofía o Magdalena, luego la devastación: indiferencia y perfidia. Un culto justificado por el hedonismo y la bohemia, que se diluyen en las calles de Cali, Caracas, Santurce, Lima, New York y cualquier otro reducto de la sabrosura. El culto a Héctor nace, definitivamente, de un enamoramiento irracional intransmisible, un no sé que, que balbucea en su quejido de Cisne, en el murmullo gutural que se extingue entre las luces que encienden la tarima. Imaginarse la vida de Héctor Lavoe, imaginarse su plante de jibarito, el goce secreto de su voz, su deleite de niño travieso.


Para Héctor la música era una excusa perfecta para colocarse a un paso del abismo; como el viejo Edipo sólo desea arrancarse los ojos y cantar. Héctor divaga en el límite entre la profanación de lo dionisíaco y la sublimación de la malandrería. Héctor es una forma de decir el soneo, la inspiración emparentada con la tradición boricua y Caribe. Su soneo es un mosaico de virulencia, vértigo urbano, bucolismo jíbaro, sabrosura y arrebato. En el decir de las canciones de Héctor se despliega un microcosmos impenetrable, un esquema narrativo lleno de guiños y de sospechas en donde se van descubriendo las mañas del Caribe.

Héctor va enmarañando su soneo en cadencias incandescentes. Su discurso sonero es irremediablemente el discurso de sus fragilidades y sus angustias. Hay en su inventiva chispeante un fluir y un ritmo intenso y secreto, una Cosmogonía de “After Hours” y paroxismos. El aporte de sus soneos a la música, es un milagro, una explosión de jolgorio y degustación. Héctor Lavoe, de una forma absolutamente inconsciente, erigió una colosal y esplendorosa escuela musical, labró palmo a palmo el summum de la imaginación sonera: un decálogo de candela.




El culto a Héctor Lavoe comienza: por la tropelía y

el desenfado de la fiestecita del sábado.

Un guión sin la truculencia mórbida que se asoma en el devenir cotidiano de la vida de Héctor. Tal vez sólo inquirir en el atinado pulso estético del “Super Astro Boricua” (Sábado Sensacional dixit), curucutear en la imagen de la mano alzada que marca el final del montuno y el puente con el mambo. Pero no, tampoco la idílica boda de Héctor con la fama temprana y su indefensión ante ésta, es el “Leitmotiv” del guión. No se trata del fatídico cuadro de una vida signada por lo trágico, pero tampoco del extravío en la asepsia de Shows mamelucos y melosas filigranas.
Un guión confeccionado de la bonanza imaginativa de un artista, cincelado con el más talentoso y expedito de los oficios: el cantante. Un guión que comienza por ser un ritual de recurrencias del mito Héctor Lavoe. Un mito hecho de susurros y fragilidades, donde Héctor se erige en coloso, en Aedo del barrio. Un boceto (sí sólo eso) de la mística entrega del cantante a la música, a su gente, a Puerto Rico. El guión debe ser, ante todo, el paso inicial de la fabulación de nuestros mitos: Beny Moré, Daniel Santos, La Lupe, Tito Rodríguez y por supuesto el propio Héctor. Una fabulación que empiece en la fascinación por nuestra música popular: el Asgard, el Olimpo donde sólo se sueña en clave de Guaguancó.

Héctor es un compendio arquetipal de una estirpe de soneros casi extinguida; su estilo es una escuela de cómo pintar sabor en la tarima. Demasiada importancia parece tener Héctor a la hora de teorizar sobre el movimiento de la música del Caribe. Dice respecto a esto César Miguel Rondón: “Lavoe termina, desde el balance global que supone la salsa de la década, como uno de los personajes fundamentales de la expresión, fiel reflejo de la misma, por sus vicios y virtudes, por sus fortunas y tristezas. La amplitud de situaciones y vivencias que asume la salsa, difícilmente pueden ser resumidas en un cantante, la diversidad es inmensa. Sin embargo, Héctor Lavoe un músico que se hizo profesional en plena adolescencia, que salió desde muy abajo para ser sometido al vértigo de las famas repentinas, es, sin más, un buen ejemplo de lo que de una u otra forma, sucedió en esos años 70 cuando el barrio caribeño invadió la ciudad con la fuerza y la autenticidad de su montuno” (1).

Palabras del erudito periodista que no hacen, sino confirmar la dimensión artística de Héctor Lavoe y su invaluable aporte a la rumba Caribe. De una u otra forma la pertinencia de invocar a Héctor el sonero, el cantante, el artista, termina por desplegar al mito: un rito de oratoria elemental donde voz y tarima, descifran el laberinto estético y humano de un genio. De cualquier manera a Héctor es difícil hacerle una disección en el mausoleo de la historia, más bien hay que buscarlo en algún “After Hours” cumbanchando en la tarima, quebrándole las muñecas al desamparo y al infortunio.



Héctor Lavoe: nacido para ser sonero.
La Fábula de Héctor Lavoe

Fabular a Héctor Lavoe. Fabular el Caribe, el barrio, la música, la tarima, la noche, el malandreo y la rumba. Fabular a Héctor Lavoe. Sabrosearse las amarguras con trombones y tumbadoras. Fabular a Héctor Lavoe. El gesto irrevocable de sentarnos en nuestra esquina, el único vértice donde caben la molicie y el desenfado, el bochinche y el hieratismo. Fabularlo, sólo eso fabularlo, conjurarlo en el escenario donde la sumisión y el arrebato se desbordan. Héctor “vendrá la muerte y tendrá tus ojos” (2)mas no tu voz y eso será casi como no tenerte. Vendrás entonces entarimado y boricua.

Una fábula que cabe en el rectángulo erigido en madera, una fábula atrapada entre los cables de los micrófonos y las partituras de los metales. Más allá lo prescindible y lo inerme, ni siquiera el camerino, ni las limosinas, ni los discos de oro, ni los Fulanito Music Award le caben en las manos; ocupadas en sostener el micrófono, el mástil del Galeón que naufraga irremediablemente. ¿Qué fábula lo sería sin moraleja? En la de Héctor la moraleja es el escenario y el dolor, el dolor del alma (sí el del lugar común) ese que duele de sólo nombrarlo, el que sabe a película mexicana, a despecho fatídico. Ese dolor irresuelto en el vértigo de la disipación y el desarraigo.

La fábula de Héctor Lavoe comienza en una tarima y termina de forma idéntica. Los vestigios de su vida monda y lironda son una ilusión escenográfica. De cualquier manera el espacio lúdico donde Héctor busca el brebaje que lo alivie, la panacea que lo sane, se le ha adherido como una ventosa. A Héctor la tarima se le convierte en un cubículo irreductible donde el eco hiperbólico y visceral de su voz lo invisten de un sacerdocio sobrio y efímero: el del mito.

¿Entran los sueños de fama y fortuna de un muchacho puertorriqueño en nuestro devenir cotidiano? ¿qué mecánica celeste opera para fascinarnos con la figura enjuta y desgarbada de un cantante de salsa? ¿dónde se edificó la desventura épica de un títere cuya fragilidad seduce? Héctor Lavoe: nacido para ser sonero. Repasar su discografía es hacer un inventario de muchas de esas canciones que bien hacemos en llamar: clásicos de la salsa. Lamentablemente este reductible anecdotario en poco contribuyen a realizar esa estéril y fascinante tarea de hurgar en las entrañas de un mito. El mito de Héctor Lavoe comienza, sin duda, en el instante ritual en que, al ritmo del choque de sus palmas marcando el “tempo”, se inicia la ejecución de un número.

El mito de Héctor Lavoe es la rúbrica de los dioses en el Caribe, una huella indeleble de infinito talento surcada en la música popular. Sin embargo toda esta comparsa de elogios, no son más que balbuceos retóricos, la metodología de lo insustancial. Héctor es pura voz y como tal, sólo oyéndolo cantar podemos aventurarnos a sentir el irrevocable poder del espíritu humano.


Héctor Lavoe va enmarañando su soneo en cadencias incandescentes.

Fabular en imágenes a Héctor Lavoe, fabularlo a través del lente de una cámara. Restablecer, siquiera por unos minutos, la irreverencia del bufón ponceño, su torpe mímica, su afinque malandro y sobre todo el dulce y pegajoso sabor de su voz. Una vida referida en canciones, vivida en el ardor del guapeo. Quisieron los dioses que la vida de Héctor tuviera el toque sagrado de los genios, una escenografía de botiquines, burdeles, ferias y taguaras.

En un alarde de fanfarronería intelectual, pudiésemos decir que Héctor Lavoe fue un poeta, maldito por demás, fue un poeta en el sentido que su voz fue “oración letanía, epifanía (...) exorcismo, conjuro, magia (...) experiencia, sentimiento, emoción, intuición (...) locura, éxtasis” (3) pero sobretodo sabrosura. La poesía de Héctor no necesita de andamios escolásticos, su única ortopedia es la del melao de su voz. Héctor canta lo inefable revela lo misterioso de la guataca, descubre lo indescifrable del saoco, oírlo cantar es conectarse con el efímero sortilegio del arte.

Nota: el siguiente texto forma parte del trabajo de grado realizado para optar al título de licenciado en letras de la Universidad Central de Venezuela, en el año 2001. El trabajo de grado consistió en un guión cinematográfico sobre la vida de Héctor.

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